Pocos títulos, pero cuidados

¿Necesita el mundo otro blog de cine? Pues seguramente no. Pero aquí está de todas formas. Bienvenidos a los que quieran quedarse. Lo principal que se debe saber es que este blog incluirá pocos títulos, pero tratados con espacio y cuidado (hasta donde llegan las luces de quien escribe), y que cada entrada consta de (1) presentación (sin spoilers) de cada título, para quien quiera pensarse si verlo o no, o recordar cuál era, (2) carátula, y (3) comentario/discusión de cierta extensión (con spoilers y sin avisar), para leer después de verlo.

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domingo, 21 de diciembre de 2008

Los cuatro hijos de Katie Elder (1965)

(Comentario de Bowman)

En esta peli "del oeste", cuatro hermanos desperdigados por los cuatro puntos cardinales regresan a su pueblo natal para enterrar a su madre, Katie Elder, recién fallecida, y honrar su memoria. Un pistolero, un jugador, un comerciante (honrado) y un jovencito que ya se cree mayor. Sorprendidos, encuentran muy próspero y cambiado el pueblo en el que se criaron. Y las cuatro propiedades de su madre, desaparecidas. Cuando intentan averiguar qué ha sucedido, sólo encuentran silencio. Y esto les pone de un humor infame.


El director de esta película, Henry Hathaway, es uno de esos sobrios y sólidos realizadores pertenecientes a lo que podríamos llamar "escuela de John Ford". Se encuadrarían en ella, a la que tanto debe la industria americana, Raoul Walsh, George Marshall, King Vidor, Richard Thorpe, Howard Hawks, los dos William (Wyler y Wellman) y una buena porción de cineastas americanos, o que ejercieron en los USA, nacidos -año arriba, año abajo- con el siglo XX. Gente que no es que aprendiera de Ford, sino que comparte con el llamado "genio de Maine" los presupuestos éticos y estéticos del cine americano comercial clásico, así como empezar en el mudo, embridar el sonoro y acabar -hacia los setenta- en la pantalla larga y el color. Cineastas pertenecientes a la generación que puso los cimientos del cine, la de Renoir, Chaplin, Hitchcock o Buñuel (cada uno de estos, una "escuela" en sí mismo). Se trata de cineastas de una clase muy especial porque no aprendieron el oficio: lo crearon. Vamos, que lo inventaron a base de probaturas. Si el cine es como es, es porque a ellos les acabó saliendo así. Un cine eficaz en el relato, que va directo al grano y poco dado al efectismo manierista y barroco. Una generación hecha de gente económica y que -fuese Buñuel, fuese Hathaway- si podía resolver una secuencia con tres planos, no utilizaba siete. Casi un rasgo moral, más que de estilo.

Dentro de esta generación, la "escuela de John Ford" representa la gestación del cine americano de la época de los estudios. Películas que reposan sobre los hombros de estrellas potentes y reclamadas por el público, como Cary Grant, Valentino (Rodolfo), Clark Gable, Bogart, Gary Cooper, Errol, la Dietrich, Lugosi, el gran Tracy, Bette Davis, "nuestro" John Wayne de cada día, la Hepburn, Joan Crawford, la pareja Fred Astaire - Ginger Rogers, Olivia de Havilland, Ingrid Bergman y, brillando sobre todas las estrellas, la "divina", Greta Garbo, que pasó de estrella del mudo a estrella del sonoro ("Garbo talks!") como quien cambia de acera. Actores encasillados en estereotipos que facilitaban enormemente el trabajo del director-narrador y que fueron durante décadas protagonistas absolutos y soporte de películas encuadradas en rígidos géneros bien reconocidas por el público: los gangsters de la Warner, los cow-boys de la Fox, los musicales y "melos" de la Metro, las amables comedias Paramount, el terror de la Universal... Esto no significa que la Metro no hiciera "westerns" o que la Fox no se atreviera con los musicales, sino que cada estudio llegó a tener unos géneros favoritos y que, aunque no de manera académica y cerrada, se especializó, digamos, en alguno de ellos.

Henry Hathaway se entregó con alegría a todos ellos. Un año más joven que Chaplin y cinco más viejo que Ford, nunca fue canonizado como "artista" (como tampoco lo fueron tantos nobles "artesanos" de la "escuela de John Ford"), pero en su hoja de servicios figuran hitos destacables: haber dado la entrada en el cine a Richard Widmark y a Marilyn Monroe (y a Wayne, su único Oscar) o haber estado en la primera película en cinerama. En 1917, mientras Chaplin y Griffith -que ya tenía 42 años- se sacaban el Cine de la manga y John Ford dirigía su primera película, Hathaway se tiraba de los caballos delante de las cámaras de los primeros "westerns", los que protagonizaba Bronco Billy. Por si esto fuera poco, el cine americano debe a Hathaway películas emblemáticas y tan recordadas (por distintas razones) como ‘El beso de la muerte’ ('Kiss of Death', 1947), ‘Niágara’ ('Niagara', 1953), ‘El Príncipe Valiente’ ('Prince Valiant', 1954), ‘A 23 pasos de Baker Street’ ('23 Paces to Baker Street', 1956), ‘Del infierno a Texas’ ('From Hell to Texas', 1958), la parte inicial, la última y la de la caravana de ‘La Conquista del Oeste’ ('How the West Was Won', 1962), ‘Nevada Smith’ (1966), ‘Valor de ley’ ('True Grit', 1969), ‘Aeropuerto’ ('Airport', 1970) o estos ‘Cuatro hijos de Katie Elder’, una de las buenas pelis (John Ford aparte) del "Duke" Wayne.

En ella, y siempre dentro de un esquema "asquerosamente" arquetípico, la acción se construye en torno a la herencia de los Elder y el superpoderoso ranchero "malo" que lo quiere "tó pa él". El desarrollo tiene lugar casi íntegramente en la casa del viejo Rancho Elder, el pueblo y sus alrededores, además de una espectacular excursión al campo para enmarcar un tiroteo que es casi una batalla. En resumen: un "western". "Una de vaqueros", que decíamos aquí. Para los miembros de la "escuela de John Ford", hacer "westerns" era una obligación, y los hacían como quien respira. Gente seria que sabía fotografiar un hombre a caballo porque ella misma se había criado entre caballos, y que si no se había ganado la vida con ellos, como Hathaway, sabía servirse de ellos, cuidarlos y sobrevivir encima de uno.

Para sus "westerns", estos fulanos no necesitaban inventar historias. Se las habían servido en abundancia sus padres y abuelos. Todas trataban, inevitablemente, del tan épico como idealizado viaje al oeste que había hecho a lo largo del siglo XIX la masa inmigrante sin nada que perder, salvo la vida, llegada de Europa para construir un país e instaurar la civilización "luchando contra los salvajes". Cine pretendidamente histórico y más falso que un billete de seis euros. Pero que no miente: los que lo hicieron y consumieron creían realmente que las cosas habían sido así. Está plagado, por tanto, de vaqueros gallardos, de rancheros honrados (unas veces, no tanto las más), de granjeros sensatos y de mujeres que les cantan canciones a todos, y les hacen comidas y carantoñas cuando los indios y los bandidos no lo impiden. Es decir, un cine tan meticulosamente impostado como la "Historia" que cree estar contando... pero que se vuelve auténtico a base de una estricta economía de recursos y fidelidad de perro a cuatro cosas ("sólo son cuatro, pero las cuatro son sagradas"). Para entender esas "cuatro cosas" basta una anécdota (probablemente falsa, pero ilustrativa). Con la crisis del 29, los magnates de Nueva York se pusieron estrechos y las películas de aviadores del aviador William Wellman peligraron. “Dadme un caballo, un vaquero y un paisaje”, propuso él, “y yo os daré una peli”.

Y es que en una peli del oeste lo de menos es la historia. Lo que importa es la calidad de las cabalgadas y de los duelos. Pero no de los duelos de pistolas, no, sino de miradas. Esto explica por qué la ‘Conspiración de silencio’, de Sturges, se puede ver como un western y ‘Star wars’, también, pero malo, pues obvia la complejidad de los personajes, que se explica, sí, pero no se expresa. Y es que cuando Wellman pedía un vaquero estaba pidiendo algo más que un petimetre debajo de un gorro texano. Estaba pidiendo un tío con toda la barba. Y con buenas razones para hablar despacio, bajito y, sobre todo, poco: lo justo.

En ‘Los cuatro hijos de Katie Elder’, Henry Hathaway dispone de cuatro personajes centrales, nada menos (los que dan título a la cinta) para escenificar las cabalgadas y los "duelos de miradas". Alrededor de los encuentros y desencuentros de estos tiarrones se va construyendo la película, que protagoniza, cómo no, John Wayne -el mayor de los Elder (y tan mayor, que diría el otro)-, una presencia que se impone a la cámara gracias a que John Ford la "creó" en un clásico, ‘La diligencia’. Tan bien le salió Wayne a John Ford que "Duke" –feo, fuerte y formal- llegó a convertirse en un género en sí mismo. Así que en los ‘Sons of Katie Elder’ (el título original no explica si los hijos son cuatro o veintisiete) nos encontramos, simplemente, ante "una de John Wayne". (O "de Juanito Vaina", que diría el castizo). Con un "western" de John Wayne, para ser exactos: género sobre género.

Esto explica que en su día asistieses a las proyecciones de estas películas, entre las que brilla ‘Los cuatro hijos de Katie Elder’, como a una misa: ya te lo sabías todo, pero te daba igual. Era un auténtico rito, una celebración (de la virilidad, del machotismo y de tenerlos bien puestos) y una epifanía sacramental. Casi una lección de cómo hay que moverse y comportarse. En suma, de cómo hay que ser: serio, amigacho, bonachón. Pero no idiota: si alguien se pasaba, había que liarse a tiros o vaciar el "saloon" a manotazos en una pelea épica tan cuidadosamente coreografiada que nadie salía con un hueso roto, y llena de efectos especiales de los de antes: los que se escenificaban delante de la cámara. Y es que si el "western" es cine falso, también es "cine físico".

Además de inventar la épica del paisaje, a mayor gloria del Cine ("los americanos hacen que el paisaje hable", escribió, envidioso, René Clair), el "western" construyó las leyes de la épica del primer plano ("hay que hacer que el primer plano viaje", dejó sentenciado John Ford, el jefe de la compañía). Una épica imprescindible para construir duelos de miradas. Y un arte, el de la "fisicidad" en general y el del primer plano en particular, que redimiría al "western" de sus numerosas imposturas, hasta convertir en auténtico lo que en su origen no era más que un delirio.

Además de Wayne, el "western" tuvo a su servicio algunos de los rostros más excesivos que se han proyectado sobre una pantalla. En ‘Los cuatro hijos de Katie Elder’, Henry Hathaway contó con una serie de sólidos secundarios entre los que destacan el malvado George Kennedy (con envergadura de jugador de "American football" y un rostro que parece construido por un escultor cabreado usando plastilina endurecida) y el apacible y paternal Paul Fix, un hombre que mira de abajo a arriba y al que confiarías tus ahorros, tu chica y pedirías consejo hasta para ir a mear. Imposible no referenciar también a Dennis Hopper, el leal amigo y compañero de parrandas de James Dean, y que hace aquí su habitual papel de aquellos años: hijo de un padre rico, poderoso y que espera grandes cosas de él. O el inmenso John Doucette, que lo mismo valía para tabernero que para gladiador o herrero, como en este caso. O Strother Martin, un habitual del "far west" que, igual que Doucette, valía tanto para un roto como para un descosido y que cinco años después, al final de su carrera, se consagró para la eternidad en ‘La balada de Cable Hogue’ como el infame, cobardica y emblemático Bower que termina cavando la fosa del protagonista y de paso, la de todo el "western" para siempre jamás.

‘Los cuatro hijos de Katie Elder’ se abre en una estación de tren. Un breve diálogo resume rápidamente la situación y retrata a los protagonistas. Tom Elder, el jugador tarambana, traza una raya en el andén. “¿Qué os apostáis a que el tren se detiene a esta altura?” Su hermano Bud, el honrado comerciante, le reprende. “Estamos aquí, esperando a nuestro hermano mayor para enterrar cristianamente a nuestra madre y tú, hala, haciendo el bobo. Nunca cambiarás”. En menos de un minuto el espectador se ha enterado de lo que hacen allí, de lo que va a pasar, de que la Katie Elder del título está muerta, de quién viene en el tren y de que los hermanos son extraordinariamente distintos entre sí, circunstancia, cómo no, que dará mucho juego y que permitirá culminar la acción en "la" pelea, imprescindible en cualquier peli del oeste que se precie.

Tras la secuencia del tren sigue la del entierro, impresionante como los entierros de todas las películas del oeste, que permite mostrar juntos a los "dramatis personae" congregados en torno a la fosa de Katie Elder. No falta ninguno de los que intervendrán en la acción que se desarrollará en la hora siguiente para trenzar la personalidad y la circunstancia de la invisible protagonista. Preside el entierro desde lo alto de un risco, dominándolo todo como un dios antiguo, John Wayne, en una de las mejores entradas en una peli que nunca se haya otorgado a la "star", entrada siempre esperada ansiosamente por el público.

Como buena muestra del género, en ‘Los cuatro hijos de Katie Elder’ no falta de nada. Tiroteo, pelea, la música de Bernstein (Elmer), cabalgadas, duelos de miradas y la marca de la casa: los andares lentos y acompasados, casi bovinos, del icono John Wayne, creado por Dios para dar sentido al cine, al "western" y a las vidas de los cinéfagos de todo el mundo durante treinta años. Y más.

Señoras y señores, con ustedes ‘Los cuatro hijos de Katie Elder’. El ‘western’ en estado puro.

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