Pocos títulos, pero cuidados

¿Necesita el mundo otro blog de cine? Pues seguramente no. Pero aquí está de todas formas. Bienvenidos a los que quieran quedarse. Lo principal que se debe saber es que este blog incluirá pocos títulos, pero tratados con espacio y cuidado (hasta donde llegan las luces de quien escribe), y que cada entrada consta de (1) presentación (sin spoilers) de cada título, para quien quiera pensarse si verlo o no, o recordar cuál era, (2) carátula, y (3) comentario/discusión de cierta extensión (con spoilers y sin avisar), para leer después de verlo.

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viernes, 12 de diciembre de 2008

Charlot en la Calle de la Paz (1917)

(Comentario de Bowman)

Un pobre diablo (o sea, Charlot) se mete a guardia de la porra y me lo mandan al peor destino posible: hacer la ronda en los barrios bajos. O sea, en la ‘calle de la Paz’ (tradicional título español de este corto, mudo y de 25 minutos escasos de duración). Nuestro hombre debe enfrentarse allí a una porción de rufianes y desheredados sin esperanza, fe ni norte... y a los que no hay modo de meter en vereda. Su cabecilla, el más bruto y desalmado (sin alma), es un gigantón con planta de armario y una envergadura de dos metros por dos (inolvidable Eric Campbell, malo de malos y, ya para siempre, inmortal modelo de todos los malos que quieran ser algo en una pantalla). Contra semejante bestia parda no vale ni un ejército pero, lejos de desanimarse, el pobre diablo se dispone a ganarse el sueldo con tesón, suerte.... y mucho talento.


Hubo una vez un joven -currante y bien dispuesto- que se tomó unas vacaciones después de trabajar en un lugar remoto durante dos años. Así que se subió a un tren y marchó a Nueva York. En mitad de ninguna parte, el tren hizo una parada técnica y, sin venir a cuento, una muchedumbre enloquecida se arracimó en torno a los vagones. “Es este tren. Viaja en este tren”. El muchacho, sorprendido por el runrún de la multitud, se asomó. “¡Ahí está!” chilló el gentío. “¡Es él!” Y el hormiguero humano corrió por el andén (si es que lo había) hacia su ventanilla. Pero no de cualquier forma: como si corriera en pos del Mesías. “¡Chas! Fírmame un autógrafo”, gritaban. “¡Chas! Coge a mi bebé. Dinos unas palabras, Chas. ¡Tú eres el mejor, Chas! ¡Chas! ¡Chas Chaplin!”

En 1916, Charles ‘Chas’ Chaplin era conocido -y adorado- en todo el planeta, sólo que no lo sabía... aún. No sabía, al menos, que lo era como para poder viajar de Nueva York a Nueva Guinea con lo puesto y conseguir en cualquier punto del camino lo que necesitase sólo con chasquear los dedos. Una posición compleja y más difícil de manejar de lo que parece. Y una circunstancia tan sorprendente y novedosa que no admitía comparación con nada que hubiera sucedido antes en la historia del mundo.

Su fulgurante fama universal, fenómeno -insisto- nunca visto hasta entonces, se debía a un puñado de “esas cosas nuevas que hay ahora, sí, esas fotos que se mueven y que entusiasman a la gente vulgar, ya sabes”. “Ah, sí: películas, dices”. “Eso: películas”. Chas Chaplin había acumulado tanta fama que acababa de conseguir un contrato estratosférico con la superpoderosa distribuidora Mutual. Consistía en entregar doce películas de veintitantos minutos en los dos años siguientes. Y lo hizo. Son éstas.

The Floorwalker (Charlot, encargado de bazar - mayo de 1916)
The Fireman (Charlot, bombero - junio de 1916)
The Vagabond (Charlot, músico ambulante - julio de 1916)
One A.M. (Charlot a la una de la madrugada - agosto de 1916)
The Count (El conde - septiembre de 1916)
The Pawnshop (Charlot, prestamista - octubre de 1916)
Behind the Screen (Charlot, tramoyista de cine - noviembre de 1916)
The Rink (Charlot, héroe del patín - diciembre de 1916)
Easy Street (Charlot en la Calle de la Paz - enero de 1917)
The Cure (Charlot en el balneario - abril de 1917)
The Immigrant (Charlot, emigrante - junio de 1917)
The Adventurer (El aventurero - octubre de 1917)

Estas doce ‘pequeñas’ películas son las primeras independientes de Chaplin (es decir, escritas, producidas y dirigidas por él, que además las protagonizó) y durante decenas de años, por lo menos hasta los años sesenta, anduvieron dando tumbos por el mundo en copias de todos los formatos (incluido el cine-exin). Ahora mismo, sin ir más lejos, pueden verse completas en el ‘tu-tubo’ con todo tipo de sonorizaciones diferentes.

En vista de lo que se han prodigado todas ellas, y de su increible resistencia al paso de los años, cuando en cierta ocasión me preguntaron por la mejor película de la Historia del Cine respondí que ‘Charlot en la Calle de la Paz’ (o sea, 'Easy Street’), que me gusta especialmente. En el 'tu-tubo' está colgada varias veces, pero con distintas bandas de sonido (la que prefiero es una en tres partes: enlazo la primera de ellas) http://www.youtube.com/watch?v=NCEizb03cPY&feature=related

Evidentemente, no creo que haya una “mejor película de la Historia”. Ni siquiera creo que haya “diez mejores” (ni tan siquiera cien). Pero lo de configurar listas entre gente con mucho cine en los ojos y un criterio fiable sobre los hombros es divertido y da lugar, como poco, a sabrosas tertulias (especialmente si hay tiempo por delante, buen tabaco a mano y mejores espirituosos en las copas).

Antes de continuar debo decir que, además de haber visto ‘Easy Street’ miles de veces en todos los formatos (ocho, super ocho, dieciséis y treinta y cinco milímetros, así como en la tele, en el tubo y editada también en VHS y DVD), soy una de las pocas personas vivas que ha podido ver una copia decente en 35 mm y formato original -casi cuadrado- sin banda de sonido y proyectada en una sala ¡con pianista en vivo! igual que debieron verla en su día nuestros bisabuelos en ferias y verbenas. El privilegio me costó tres euros en el cine Bellas Artes, de Madrid, y encima éramos cuatro más la pianista (bien divertida, por cierto). Me acompañaba uno de mis hijos, cien años más joven que Chaplin, y que nada más empezar la proyección empezó a reir a mandíbula batiente. Tan distendida actitud acabó contagiándome a mí, a los demás -escasos- espectadores y a la misma pianista (que se las vio y se las deseó para concluir su trabajo dignamente). Si la risa es contagiosa, la de un niño, más (y no te digo la de una joven pianista). Total, que al acabar la proyección, los cuatro o cinco espectadores que habíamos asistido a aquel acontecimiento, jaleándonos con nuestras carcajadas, nos despedimos sonriendo y mirándonos a los ojos, aún húmedos por las lágrimas, mientras el crío rememoraba ruidosamente lo que había visto: ’Entonces él va y ¡zas! ¡clanc, clinc, clonc!’ Sin poderse contener, la pianista se acercó a saludarnos -especialmente al niño- y, sorpresa, darnos las gracias (y la mano). “Nunca me lo había pasado tan bien trabajando. Gracias, de veras. Esto ha sido único”.

Se equivocaba. El que es único es Charles Chaplin, el primer fenómeno de masas del siglo XX, un tipo nacido en Londres en 1889 y que sólo tenía 20 años cuando salió de Inglaterra encuadrado en una compañía de ‘titiriteros’ de ‘music hall’ para hacer ‘bolos’ por los USA. Debía ser muy bueno en lo suyo, que consistía, básicamente, en salir a un escenario de, vaya usted a saber, Matalascabrillas o Wapakoneta, en mitad de Kansas, y conseguir que el respetable se riera, se emocionara o, al menos, no te tirara un gato muerto o algo peor (una piedra, por ejemplo). En un garito de cómicos aperreaos, Chaplin oyó hablar de un invento nuevo, el cinematógrafo. “Y eso ¿qué rayos es?” Y el otro: “Pos una cosa mu rara, Chas, que nos está quitando público. Si esta noche libras, ven y te lo enseño”. Y Chas fue. Dice la leyenda que le acompañaba otro chico, un compañero de fatigas que había viajado con él desde Inglaterra y que se llamaba Stan Laurel. Y que los dos quedaron deslumbrados, no por nada, sino porque con aquel cacharro bastaba actuar una sola vez para que todo el mundo te viera miles de veces. Y así, durante años y años hasta el siglo XXI (le hubiera apuntado yo, de haber estado allí). Y es que el cine de Chaplin se sigue viendo. Y no como cultura, no, sino como entretenimiento puro y duro que compite en las estaterías de DVD´s de las tiendas, video clubs y grandes almacenes del mundo entero con producciones cien años más jóvenes.

A partir de la primera (y legendaria) proyección cinematográfica (de no sabemos qué película) a la que asistió Chaplin, los acontecimientos se precipitaron. En 1914, Chaplin se va a California, entra en ‘la industria’ (por adjudicar un nombre al conjunto de aventureros que se movían, dándose trompadas, por los campos de una perdida y soleada aldea de los alrededores de la ciudad de Los Ángeles llamada Hollywood) y en 1916 consigue la ansiada -y arriesgada- libertad creativa... y empresarial. En los dos años que se había pasado allí haciendo el ganso para Mack Sennett, Chaplin se había empollado a fondo la nueva técnica y desde hacía un año escribía incluso sus guiones y los dirigía. Mientras el resto de sus compañeros, acabada la jornada, se iba a sus asuntos, él no tenía más asunto que ponerse a ver pelis (sobre todo las que llegaban de Europa: Meliès y Max Linder le dejaron anodado). Y es que desde el mismo momento en que llegó a la industria en 1914 (Keystone Films), Chaplin se había empeñado en destripar cámaras y en colarse en la sala de montaje para aprender como se construía una peli y por qué una actuación memorable no valía si acababa con el protagonista mirando a la derecha en vez de a la izquierda. Los rudimentos de la ‘gramática’ del cine estaban naciendo en aquellos destartalados barracones olvidados en la costa oeste de los USA... y en algunas naves industriales de los suburbios de París.

A Chaplin podemos atribuir el talento y, sobre todo, la sensibilidad para intuir todo el sentido oculto en el arte de ensamblar trozos de celuloide. No para decir, sino para sugerir, emocionar, calentar el corazón a la audiencia y expresar lo inexpresable. O sea, para contar con imágenes y no con palabras. Veáse, por ejemplo, el largo plano de 'Easy Street' en el que el protagonista decide alistarse como guardia y entrar en la comisaría. ¿A que ahorra una buena porción de tratados de sociología?

Desde que en 1915 -el año de ‘El nacimiento de una nación’, de Griffith- Chaplin accedió a la escritura de los guiones y a la dirección de las películas en Essanay Films, se acabaron para siempre la improvisación, el lanzamiento de tartas sin ton ni son y, en fin, la acumulación de burradas 'rápido-rápido' (que preconizaba Mack Sennett en Keystone Films, la escuela de Chaplin). Chaplin, en resumidas cuentas, puso punto final al alocado ‘slapstick’ e introdujo el trazo fino y, aún más, hondura, sentido y fundamento en el chiste. Vale decir, en las imágenes. ¿De qué, si no, seguirían estando vivas sus películas? Chaplin sabía -como Griffith- que el Cine era demasiado importante (se veía en todo el mundo) y que, por tanto, había que conceder al trabajo de hacerlo la trascendencia que en realidad tenía. Así que atribuiremos a Griffith, como aseguran los estudios más académicos (y el propio Chaplin) el privilegio del invento de la herramienta, de la ‘gramática’, pero reservemos para Chas, Chas Chaplin, la gloria de descubrir el poder avasallador y la riqueza expresiva que podían contener las imágenes ‘a pelo’, sin brida literaria (que no sin guión, que es cosa bien distinta). Obras maestras tan imprescindibles para la salud mental como ‘Easy Street’ o su compañera ‘El balneario’ lo demuestran: prácticamente no contienen rótulos, y los que hay son perfectamente prescindibles.

Y es que Griffith era altisonante, preso aún del prestigio de ‘decir’ que tiene el neolítico arte de la Literatura. Y Chaplin se daba cuenta de ese ‘problema’. Reconociendo el mérito del maestro, a los 75 años tildó en sus memorias (1964) la obra de Griffith de “melodramática y, a veces, exagerada y absurda”. Espantoso defecto en el que también acabaría cayendo, por cierto, el estresado e hiper-responsable Chaplin de los años veinte y treinta, obsesionado por contar algo ‘importante’. Pero en 1917, esa inquietud estaba aún por llegar y en ‘Easy Street’ (o, si prefieren, ‘Charlot en la Calle de la Paz’) un Chaplin expansivo se ríe con envidiable soltura de las miserias existenciales y de la angustia de vivir. Y todo ello sin predicar, usando sólo el poder de la puesta en escena y el rigor de la imagen... apoyados, cómo no, en un guión modélico.

Aquel apoteósico primer Chaplin, abriendo camino a Harold Lloyd y a Buster Keaton ‘Cara de palo’, no valora el ‘gag per se’, sino en función de las necesidades de la acción. No se trata de tener un buen ‘gag’ e incrustarlo como sea en la película, sino de tener una buena historia y unos personajes sólidos para los cuales se crean ‘gags’ que son, sí, desternillantes (o no) pero que sobre todo hacen progresar personajes e historia con potentes imágenes. La intensa secuencia inicial de la película, la de la ‘Hope Mission’ -con el bebé, el beodo de la americana de rayas y la huchita de pedir- es un buen ejemplo de lo que digo... y de lo que cierto cine comercial americano lleva destruyendo -sin vergüenza ninguna- desde hace treinta años: la densidad de la imagen.

En ‘Easy Street’, un Chaplin maduro y seguro de sí, dueño y señor de sus recursos expresivos (así como del tiempo, el dinero y los medios para ponerlos en pie) construye un perfecto relato cinematográfico con la insolencia jovial y magnífica de quién sabe, encima, de qué está hablando. O sea, de la pobreza. No hay inventos soeces y grotescos, trazo grueso ni torpes bufonadas sin sentido. Tampoco piedad paternalista. Sólo una meticulosa recreación caricaturizada -y diabólicamente intencionada- de lo que había vivido en su angustiosa infancia londinense. Y todo, como quién no quiere la cosa. Haciendo fácil lo difícil. Gobernando el ‘tempo’ fílmico. Desarrollando personajes (lo nunca visto en una peli de carreras y trastazos). Haciendo que la acción fluya ordenada y torrencial hasta ahogar el patio de butacas en un mar de carcajadas en el momento culminante: la maciza y tremenda cocina de hierro precipitándose desde el primer piso.

La medida delicadeza (si es que se puede hablar de ‘delicadeza’ en esta sucesión de barbaridades) que puso Chaplin en los detalles de lo que, en principio, sólo era otra peli más de saltos y porrazos, sorprenden aún noventa y un años después porque no se había hecho nunca antes. Y porque lo que Chaplin se estaba jugando en aquel envite, entre otras cosas, era su propio dinero.

Y como todo el mundo sabe -y George Lucas nos enseña- con el dinero no se juega. Salvo que seas un artista, claro (y no un vendedor de baratijas de colorines).

1 comentario:

  1. Maravilloso comentario Bowman. Gracias.

    En el cine echo de menos, lo que Chaplin, John Ford y otros muchos tan bien sabían hacer: imagen. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, posiblemente no sea del todo cierto, pero al menos en cine, no todo se debe explicar con palabras. Una herramienta tan poderosa como la vista se está perdiendo.

    Un abrazo

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